Colombia cuenta con más de 9.943.000 víctimas del conflicto armado, y detrás de cada número hay una historia única marcada por el dolor, el amor, la guerra y, sobre todo, la resiliencia. Muchas de estas personas no desean ser revictimizadas, sino recordadas como sobrevivientes, como testigos de un pasado que no debe repetirse.
Una de estas historias la escuché en una ciudad cercana a Bogotá, contada por un joven de unos 30 años, quien comenzó diciendo: "Estoy vivo de milagro."
Su relato nos transporta a una zona rural del Cauca, donde vivía con sus padres y tres hermanos. Recuerda una tarde que parecía ser como cualquier otra, hasta que su padre, realizando sus labores diarias en el campo, taló un árbol. El fuerte estruendo que provocó al caer desencadenó una tragedia.
La región, militarizada por la presencia de grupos armados ilegales y del Ejército, reaccionó de inmediato. Ambos bandos, al escuchar el ruido, lo interpretaron como un ataque enemigo. Sin mediar palabra, comenzaron los disparos. En medio del fuego cruzado se encontraba la casa de esta familia campesina, que se vio atrapada en el infierno de una guerra que no era suya.
Durante tres días y dos noches, permanecieron tirados en el suelo de su hogar, escuchando las balas silbar sobre sus cuerpos y ver cómo todo lo que con tanto esfuerzo habían construido era destruido. Cuando el silencio les daba un respiro, apenas podían arrastrarse para comer una sopa de pasta que, con el paso de los días, se convirtió en un caldo de cultivo para moscas y larvas. Sin embargo, el hambre era más fuerte: había que elegir entre consumirlo o morir.
Con el paso del tiempo, los disparos y las explosiones empezaron a cesar. Finalmente, las fuerzas armadas se desplazaron y ese infierno terminó. Pero las secuelas quedaron. Como muchas familias colombianas, ellos se vieron obligados a desplazarse, huyendo del conflicto y buscando reconstruir sus vidas lejos de su tierra.
Hoy, quien nos contó esta historia trabaja haciendo tortas y pasteles. Lo hace con una actitud de fortaleza y esperanza que refleja su resiliencia. A sus 12 años vivió una experiencia que marcó su vida, pero cada día se esfuerza para que lo ocurrido no se repita, ni para él ni para otros.
Su historia, como la de millones de víctimas en Colombia, merece ser escuchada, no solo para recordar el pasado, sino para construir un futuro donde la paz y la dignidad sean el pan de cada día.
CJ